Desde 1994 y por iniciativa
conjunta de Education International y de la UNESCO, se celebra el Día Mundial
del Docente cada 5 de octubre. Este día tiene como propósito homenajear a los
docentes del mundo, cuyo impulso y dedicación son la razón de ser de la
educación de calidad. Cabe recordar, también, que en el seno de esta
celebración, este año se celebra también el Decenio de las Naciones Unidas de
la Alfabetización, instaurado en el 2003 y planteado como meta para aumentar la
tasa de alfabetización hasta 2015, en el marco de las Metas del Desarrollo del
Milenio y como un paso importante para reducir la pobreza.
Sin duda alguna, la educación es
el motor principal para lograr el desarrollo y aumentar la calidad de vida de
las personas. Pero ésta no podrá ser efectiva si desde las aulas no se promueve
el gusto por el aprendizaje. Aclaremos: gusto por el aprendizaje no significa
disfrutar de incansables horas de estudio y pérdida de sueño, a pesar de que es
precisamente eso lo que están viviendo los estudiantes en China, Singapur, Hong
Kong y los países asiáticos en general, cuyo estándar educativo cada vez más va
en ascenso. A uno no necesariamente le tiene que gustar estar sentado en una
clase de filosofía, o de física. No tiene por qué apasionarse con todos los
temas a la vez. Muchas de las más brillantes mentes no completaron la
colegiatura, no fueron a la universidad, y tuvieron un récord que dejó mucho
que desear en cuanto a su compromiso con las materias de clase.
No, el gusto por el aprendizaje
es la convicción de que en medio de todas esas horas de estar dentro de una
clase, una pasión y motivación va a surgir. El estudiante va a encontrar algo
para lo que es bueno, donde verter sus virtudes y capacidades que hasta el
momento no había podido potencializar. En ese momento, estará contribuyendo ya
al desarrollo de sí mismo, de su familia, de su comunidad y, como los círculos
que se forman sobre el agua cuando se lanza una piedra, al bienestar y
desarrollo del país. En algunos casos, será el impulso del profesor el que
habrá guiado al alumno a despertar su creatividad y su curiosidad. En muchos
otros, será el alumno guiado por su propio deseo de descubrirse a sí mismo. Pero
lo realmente importante es que no podrá hacerlo nunca si es que no tiene acceso
a la educación, si la persona detrás de un escritorio no hace su mejor esfuerzo
por mantener a sus estudiantes motivados y dentro de clases, si el docente se
olvida de que la enseñanza más clara no es la académica, sino la personal,
aquella que se forja con integridad, juicio y moral.
El componente más importante de
la educación es el docente, porque a pesar de que cada vez más los aparatos inteligentes
y la tecnología reemplazan al rol que juegan quienes nos forman a través de los
años, son muy pocas las instituciones educativas donde se puede prescindir de
esta figura o acceder a estas herramientas, especialmente en nuestros países
“tercer mundistas”. Por eso, no se puede descuidar a los docentes. Los siglos,
las guerras y las dictaduras han pasado, y muchas veces fueron los profesores
quienes se empecinaron en continuar educando a los alumnos, muchas veces en medio
de las bombas o del miedo a la represión. A mi juicio, enseñar es la profesión
que más valor tiene en el mundo, porque sin ese componente no solemos llegar
muy lejos. Y los docentes saben que deben cumplir con su trabajo, y lo han
hecho en medio de las más adversas condiciones, siempre honrando su compromiso,
sabiendo que gracias a ellos todos podíamos llegar a ser mejores personas,
grandes personas… y por ello, grandes países.
Lo primero en lo que se debe
invertir cuando de educación se trata, entonces, es en mantener motivado al
docente, de asegurar que esté adecuadamente capacitado, y de considerar su
permanencia en el trabajo en base a sus méritos, a su aporte a la educación de
la comunidad, y a su capacidad para motivar a tantos otros docentes a superarse y al resto de alumnos a valorar
la educación como el arma más poderosa para lograr el bienestar. En este
sentido, el sistema educativo de nuestro país debe replantearse, para enfocarse
en el docente y el alumno primero, pues será de la relación que surja de ambos
que se podrán verdaderamente evaluar los resultados.
Es preocupante que las leyes
expedidas desde el Consejo Nacional de Superior están, precisamente, atacando
al punto fuerte de la educación: el docente. Pretender instaurar la jubilación
obligatoria a los 70 años no hace más que perder el componente tan valioso que
el docente puede ofrecer a esa edad: su sabiduría, y su tiempo. La experiencia
que como personas han adquirido durante siete décadas los capacita de manera
innegable para continuar impartiendo el conocimiento. Es un mito que su edad
les impide estar al tanto de las tendencias y avances tecnológicos; a ésa edad
es cuando más atención le prestan a lo que pasa a su alrededor. Son como los
bebés, que observan al mundo a su alrededor con increíble atención. Los
docentes de 70 años son iguales, solo que ellos sí pueden discernir y procesar
lo que están viendo. La educación no debe estar compuesta solamente por
profesores “veteranos”, pero tampoco tiene por qué prescindir de ellos. Al impedirlos
ejercer su experiencia, estaremos perdiendo una fuente valiosísima de
conocimiento y de curiosidad.
Así mismo, si bien es noble la
iniciativa que busca continuar impulsando la educación y llevándola hacia los
frentes más altos, no es factible pretender que para el 2017 el Ecuador logre
que el 70% de sus docentes pueda obtener un título de PhD. Lo que se va a
obtener con esto es que muchos de los profesores que dedicaban la mayoría de su
tiempo a cumplir con su trabajo– el de enseñar y estar comprometidos con sus
alumnos– van a abandonar casi por completo esa tarea, ya se física o
mentalmente, desamparando así a sus pupilos y provocando un deterioro de la
educación, cuando debería ser todo lo contrario.
Lo estamos viendo
equivocadamente. Si bien un título realmente marca la diferencia, especialmente
en el mundo en que vivimos hoy, lo estamos intentando imponer sobre la
generación equivocada. Más bien, deberían ser nuestros docentes quienes nos
motiven a proyectarnos hacia un doctorado en nuestro futuro. Si nos aseguramos
de reconocerlos como se merecen, de darles salarios dignos a la altura de su
contribución al desarrollo del país, que será mayor que el de casi cualquier
otro ciudadano, de garantizarles condiciones apropiadas de trabajo, el fruto de
su esfuerzo será mucho más de lo que podremos obtener forzándolos a depreciar
el valor de la educación. Si les entregamos a ellos nuestra confianza y dejamos
que nos guíen por el camino correcto, les habremos dejado cumplir con su
trabajo y nosotros podremos devolverles el favor en un punto, cuando vean que
su ejemplo y su empuje nos llevó hacia donde algún día llegaremos.
El
Ecuador no necesita PhDs ni profesores jóvenes para progresar. Tampoco la
última tecnología cuando ni siquiera hay recursos para dirigirlos hacia los que
nos pueden enseñar a manejar esa tecnología en primer lugar. No, para empezar, el
Ecuador necesita elevar el estatus de sus profesores, darles el puesto y el
respeto que se merecen. Y todo va a fluir por sí solo. Basta ver los ejemplos
del mundo que siguieron este trayecto, especialmente Finlandia y Chile, para
comprender que nuestra tarea ante los docentes no es académica, sino humanista:
aprender a respetarlos y valorarlos.